The following is a Spanish translation of “The Evil of the National Security State” by Jacob G. Hornberger. The translation was done for FFF on a complimentary basis by a FFF supporter in Spain. Please share it with your Spanish-speaking friends.
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El 11 de septiembre de 1973, el presidente de Chile, democráticamente elegido, Salvador Allende fue depuesto por un golpe militar al mando del general del ejército chileno Augusto Pinochet. Fue una cesura en la historia de Chile, que rompió con la tradición democrática del país e instauró un régimen militar de terror que duró 15 años, hasta que un plebiscito relevó a Pinochet y restauró la democracia. Tras el golpe fueron arrestadas y encarceladas unas 40.000 personas sin ser procesadas ni condenadas. Miles de ellas fueron torturadas, violadas o ejecutadas.
¿Qué justificación había para el golpe en Chile, alentado y apoyado por el gobierno de EEUU? La seguridad nacional, naturalmente, y en especial la amenaza del comunismo.
Como marxista autodeclarado, Allende creía ardientemente en el socialismo. Una vez en el poder, empezó a nacionalizar negocios e industrias, creando y ampliando programas de bienestar social, imponiendo controles de precios y salarios y usando el poder del gobierno para intentar igualar la riqueza y regular y gestionar la economía chilena.
Peor aún, desde el punto de vista de Richard Nixon, la CIA y el pentágono, Allende estaba reforzando su ya estrecha relación con Fidel Castro, el comunista confeso que todavía ostentaba el poder en Cuba, pese a los muchos esfuerzos de los militares americanos y de la CIA por asesinarlo o derrocarlo.
La elección de Allende fue la peor pesadilla para el estado de la seguridad nacional de EEUU. Ahora había dos líderes comunistas en el hemisferio occidental. Para los funcionarios americanos, particularmente los del pentágono y de la CIA, se estaba produciendo el “efecto dominó” en la parte americana del mundo.
Para los funcionarios de EEUU, la elección de Allende constituía otra grave amenaza para la seguridad nacional. Había que hacer algo. Como dijo el consejero de seguridad nacional de Nixon, Henry Kissinger, “no veo por qué hemos de dejar que se vuelva marxista un país sólo porque su pueblo es irresponsable.”
El golpe
Y la CIA entró en acción. Interfiriendo directamente en los asuntos internos de otra nación, que distaba unas 5.000 millas de EEUU, la CIA conminó al congreso chileno a prevenir que Allende asumiera la presidencia. Cuando sus esfuerzos fracasaron, la agencia emprendió acciones encaminadas a provocar un caos económico en el país a fin de crear las condiciones adecuadas para un golpe militar. Nixon ordenó a la CIA “hacer gritar a la economía.”
Las medidas socialistas e intervencionistas de Allende, junto a los esfuerzos de la CIA por producir un caos económico, lograron que la economía chilena entrase en barrena. Las huelgas paralizaban el comercio y las demostraciones masivas llenaban las calles.
El gobierno americano, valiéndose de sus buenas relaciones con los militares chilenos, animó a éstos a dar el golpe que derribó al presidente democráticamente elegido, dando paso a una dictadura militar bien vista por EEUU.
Sin embargo, los golpistas encontraron un obstáculo en René Schneider, jefe supremo del ejército chileno, que se oponía al golpe y dijo que el ejército se mantendría fiel a la constitución del país.
El estado de la seguridad nacional de EEUU no estaba dispuesto a tolerar una contumacia así. Los funcionarios americanos conspiraron con oficiales chilenos para neutralizar a Schneider, secuestrándolo y apartándolo de la escena.
Durante el secuestro, Schneider fue abatido a tiros. Los funcionarios de EEUU hicieron protestas de inocencia, afirmando que no era su intención matarlo y que sólo habían querido secuestrarlo. Algo ridículo. Esos funcionarios eran tan responsables del asesinato de Schneider como el conductor del coche para escapar del atraco a un banco lo es de los asesinatos que hayan cometido sus cómplices.
Pero el asesinato de Schneider no podía sorprender demasiado a los funcionarios americanos: diez años antes, el estado de la seguridad nacional conspiraba con militares sudvietnamitas para eliminar al presidente civil del país, Ngo Dinh Diem e implantar la brutal dictadura militar del general Duong Van Minh.
John Kennedy afirmó que había sido un choque para él la ejecución de Diem durante el golpe. Como Kennedy había aprobado el cambio de régimen, era moralmente tan culpable de la muerte de Diem como el soldado que lo mató.
Desaparecido Schneider, nada se oponía al golpe militar. El 11 de septiembre de 1973, el pueblo chileno comprendió por qué un ejército permanente constituye una grave amenaza para los procesos democráticos de una nación.
Al mando de Pinochet, a quien Allende había nombrado para sustituir a Schneider, los militares chilenos atacaron el palacio presidencial y, no es ninguna sorpresa, tomaron las riendas del gobierno. Negándose a ser capturado, Allende se suicidó.
Inmediatamente, las fuerzas de Pinochet se desplegaron por todo el país para establecer “el orden y la estabilidad.” Unas 40.000 personas fueron detenidas y encarceladas. Muchas fueron llevadas a prisiones secretas y calabozos militares, donde fueron torturadas, violadas o ejecutadas. Sin juicios, porque, según Pinochet, él estaba en “guerra” – una guerra contra el comunismo y los comunistas.
En un segundo plano acechaban los militares y la CIA – el núcleo duro del estado de la seguridad nacional de EEUU – cuyos mandos estaban encantados con lo iba sucediendo.
Aquí, en Chile, los “buenos” estaban zurrando a los “malos” y, a diferencia de América en su guerra contra los comunistas en Vietnam, con un mínimo de perdidas. Los sospechosos de comunismo de todas las clases sociales iban siendo descubiertos por los militares y los agentes de inteligencia, que tenían mano libre para combatir a los comunistas. Sin necesidad de órdenes de registro, órdenes de detención, leer sus derechos al detenido, abogados defensores, tutela judicial, juicios con jurado o cualquier otra clase de absurdos tecnicismos. Al fin y al cabo, era un problema de tiempos de guerra, no un problema de derecho penal.
En efecto, la mentalidad que guiaba a Pinochet en su guerra contra los comunistas reflejaba plenamente la del pentágono y la CIA y coincidiría en muchos aspectos con la de los funcionarios del estado de la seguridad nacional de EEUU unos 30 años después, al declarar Geoge W. Bush su “guerra al terror.”
Matar americanos
En los primeros días del golpe, dos jóvenes americanos, Charles Horman y Frank Terrugi, fueron detenidos por funcionarios chilenos. ¿Su delito? Eran izquierdistas que creían en lo que hacía Allende – intentar ayudar a los pobres con programas de bienestar social, igualar la riqueza y gestionar la economía. Como el miedo al comunismo estaba tan arraigado como lo estaría décadas más tarde el miedo al terrorismo, Horman y Terrugi fueron apresados junto a miles de otros que tenían ideas políticas de izquierdas.
Pronto fueron los dos ejecutados. Sin juicio. Sin ser oídos previamente. Sin tutela judicial. Simplemente asesinados. Aunque para los militares no era en absoluto un asesinato. Era la guerra, en la que es legal matar al enemigo y las leyes contra el asesinato no se aplican.
Durante años, los funcionarios de EEUU decían no saber qué sucedió con Horman y Terrugi. Era mentira. Unos 25 años después del golpe, el ministerio de asuntos exteriores desclasificó un documento que admitía la implicación de la CIA en la ejecución de Horman.
Aunque el documento no mencionaba a Terrugi, es probable que la CIA desempeñase el mismo papel indefinido en su asesinato. No cabe exagerar la importancia que tiene la participación del estado de la seguridad nacional de EEUU en el asesinato de esos dos jóvenes americanos al constituir un hito en su historia. El estado de la seguridad nacional, de forma consciente, deliberada e intencionada, eliminó a dos ciudadanos americanos pensando que nadie podría o querría evitarlo.
¿Hubo investigaciones de gran jurado o acusaciones por los asesinatos de Charles Horman y Frank Terrugi? ¿Hubo una investigación del congreso por sus muertes? ¿Sabemos siquiera los nombres de los agentes de la CIA que participaron en las ejecuciones? ¿Sabemos el papel exacto que desempeñó el estado de la seguridad nacional de EEUU en sus asesinatos? ¿Sabemos si Nixon u otros altos cargos americanos aprobaron la acción?
La respuesta a todas esas preguntas es no, lo que resulta absolutamente sorprendente. La inacción del congreso y los tribunales revela el poder ilimitado que los militares y la CIA lograron sobre el pueblo americano unos 25 años después de la implantación formal del estado de la seguridad nacional.
No sorprende que la CIA siga oponiéndose firmemente a desclasificar decenas de miles de documentos relativos a la participación de EEUU en el golpe de estado chileno. ¿Su justificación? Naturalmente, por la seguridad nacional. La misma justificación en la que basa su permanente negativa a hacer públicos documentos críticos relativos al asesinato de Kennedy unos 50 años después del suceso.
Recientemente, casi 40 años después de los asesinatos de Horman y Terrugi, un juez chileno formalizó acusación contra un antiguo oficial del ejército de EEUU, el capitán Ray E. Davis, que mandaba el Military Group en la embajada en Santiago cuando ocurrió el golpe de estado chileno. ¿Cargos? Conspiración para asesinar a Horman y Terrugi. Esto es lo que EEUU debería haber hecho mucho tiempo antes. Y lo que debería hacer aún.
Para acabar con la amenaza comunista, Pinochet estableció una política de asesinatos que sería adoptada muchos años después por los funcionarios del estado de la seguridad nacional de EEUU para acabar con la amenaza del terrorismo. Operando a través del servicio de inteligencia DINA, la unidad de inteligencia de la policía secreta, los militares chilenos iniciaron un programa para asesinar a los sospechosos de comunismo, tanto en Chile mismo como en otros países. El programa era similar al que los militares americanos y la CIA seguirían muchos años después en su guerra al terrorismo a partir del 11 de septiembre de 2001. Entre los asesinados como sospechosos de comunismo estaba un antiguo general del ejército llamado Carlos Prats, que operaba en oposición a Pinochet desde Argentina.
Asesinato en EEUU
Sin embargo, el más famoso de los asesinatos de Pinochet y de la DINA fue el de Orlando Letelier, ministro de asuntos exteriores, del interior y de defensa bajo el régimen de Allende, que operaba en pública oposición a la dictadura de Pinochet en Washington, D.C. En 1976 fue asesinado por un grupo de exiliados cubanos anticastristas al mando de Michael Townley, un americano agente de la DINA, que antes había trabajado para la CIA.
Cosa rara, el ministerio de justicia americano calificó la muerte de Letelier como asesinato y no como acto de guerra en la guerra contra el comunismo. Los exiliados cubanos y Townley fueron formalmente acusados del crimen ante un gran jurado. Por planificar y organizar el asesinato a sangre fría de Letelier y de su joven asistente americana, Ronni Moffitt, Townley pasó un total de 62 meses en prisión antes de ser entregado al gobierno de EEUU para su programa de protección de testigos.
Recientemente, un juez español dictó orden de detención contra él por secuestro y asesinato de un diplomático español en 1976, Carmelo Soria, que trabajaba en Chile.
Si bien la seguridad nacional fue usada para justificar los intentos de EEUU para derrocar a Allende, cabe preguntarse: ¿qué peligro para EEUU suponía el que Allende adoptase una combinación de socialismo, intervencionismo, mercantilismo y fascismo? Es cierto que esa política causaría estragos económicos en Chile, pero ¿le incumbía eso al gobierno americano?
¿Había atacado Chile a EEUU o, al menos, amenazado con hacerlo?
No. Como Fidel Castro, Mohammed Mossadegh y Jacobo Arbenz, Allende era culpable tan sólo de ser un popular gobernante extranjero que, debido a su fe en el estatismo, estaba llevando a su nación al desastre económico y financiero. El gobierno de EEUU, bajo la bandera de la seguridad nacional, fue el agresor de Irán, Guatemala, Cuba, Chile y otros países
Por desgracia, la mentalidad de la seguridad nacional no terminó con la guerra fría, sino que resurgió con mayor fuerza, al menos para el pueblo americano, cuando la guerra al terror reemplazó a la guerra al comunismo.